Hacia una nueva vida

La tormenta arreciaba en torno al acantilado, dejando en la oscuridad el juicio que estaba siendo realizado en su borde. Decenas de metros más abajo, dónde la roca se encuentra con el océano, un furioso torbellino se había formado con el cambio de marea, cuyo rugido ensordecedor llenaba el ambiente.

El juicio, dicho a gritos entre la lluvia, a la luz de las lámparas, era presenciado por las escasas decenas de personas que habían sobrevivido a la masacre tras huir al interior de la isla. En el borde del precipicio, atado y zarandeado por el viento, un viejo capitán esperaba el veredicto de sus compatriotas.

«Capitán Ahab Störmbreaker, se le acusa de guiar a nuestra isla a los piratas que ayer de madrugada asaltaron la población y la quemaron hasta los cimientos. Cientos de vidas en tus manos. Sabemos que por medios mágicos fuiste engañado, pero sigues siendo responsable por la destrucción de nuestra civilización y el descubrimiento de nuestro secreto paraíso en el centro de la tormenta eterna. Como todos los presentes estamos involucrados en este crimen, no podemos ser jurado imparcial en este juicio así que, siguiendo la tradición, dejaremos que los dioses de la tormenta y el océano decidan tu condena. ¿Algo que objetar?»

El viejo capitán no dijo palabra, estaba de acuerdo con la condena y, personalmente prefería morir a cargar con el peso de la culpa. Viendo su resignación el portavoz del juicio se acercó a él y con un simple «Que el favor de los dioses te acompañe» le lanzó al vacío.

Su última sensación no fue el choque contra las rocas como había pronosticado, sino la fría humedad del océano y el movimiento del torbellino, quienes le fueron guiando hacia la inconsciencia con inesperada tranquilidad.

Despertó con arena en la cara y olas a sus pies, el olor de un mar tranquilo y el sonido de las gaviotas. Estaba vivo, había sido perdonado, pero aquellas costas no eran las de su hogar. Las conocía, recordaba bien toda bahía y cabo por los que había navegado, y aquel no era distinto, quedaba no muy lejos de una ciudad portuaria. Los dioses le habían perdonado, pero le habían mandado lejos de su tierra, exiliado.

Aun así, al capitán no le parecía suficiente, el peso seguía ahí. Su honor no le permitía reiniciar su vida y olvidar el pasado, algo más debía sacrificar para sentirse, sino en paz, al menos satisfecho. Con una roca afilada que encontró entre la arena se cortó la palma de la mano y la posó al borde del agua, alzando un juramento, un pacto, una promesa, a los dioses que le habían perdonado.

«Juro que, mientras mi honor y orgullo me impidan perdonarme a mi mismo por mis errores, no volveré a surcar las aguas que durante tantos años he amado.»

Con esas palabras, dejando definitivamente atrás su previa vida como capitán, comenzó a caminar hacia su nueva vida.

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